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Ética consecuencial

Para la ética consecuencial son buenas las acciones que tienen buenas consecuencias, es decir, que me acercan al bien. Serán incorrectas, por contra, las que no proporcionen ningún bien ni utilidad. Las normas morales se justifican, por tanto, de acuerdo a un fin (por ello son teleológicas, de teleo=finalidad). Fin que puede ser el bien, la felicidad, el placer... Es bueno lo que me acerca a ese fin y malo lo que me aleje de él.

De este tipo es la ética utilitarista para la cual la finalidad humana es la felicidad (por ello es una ética eudemonista como la aristotélica) o el placer (es también una ética hedonista como la epicúrea), y las acciones humanas deberán ser juzgadas de acuerdo al principio de utilidad o de máxima felicidad: "Las acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad, y malas en cuanto tienen a producir lo opuesto a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad, dolor y privación del placer", en palabras de J.S. Mill.

Pero los utilitaristas se diferencian de los hedonistas clásicos por el hecho de que trascienden el ámbito personal. Cuando afirman que el fin de toda acción correcta es la felicidad, no lo entienden como interés o placer personal, sino el máximo provecho para el mayor número de personas. El placer o la felicidad es, por tanto, el bien común o bien general. Pretenden así vencer el carácter egoista que muchos críticos atribuyen a las éticas hedonistas clásicas. Distinguen también, como los epicureos, entre placeres inferiores y superiores, pero en el sentido de que los más estimables son aquellos que promuevan el desarrollo moral propio del ser humano: "Es mejor ser una criatura humana insatisfecha que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un loco satisfecho".

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